Ninguno de ellos recordaba cómo había llegado hasta aquella
sala, ni cuánto tiempo llevaba allí enclaustrado. Tampoco parecía importarles, obnubilados
como estaban con uno de los dos cuadros que, en paredes opuestas, componían la
única decoración de la estancia. La atracción hipnótica que ese objeto ejercía
sobre ellos no era provocada por su lienzo, una insignificante pintura a base
de pinceladas grises, lo que les mantenía verdaderamente deslumbrados era el
desproporcionado y lujoso marco que rodeaba a tan vulgar obra. Diamantes y
zafiros, engastados en delicadas figuras de nácar, parecían disputarse el
espacio con caprichosas volutas de oro a las que se engarzaban rubíes y
esmeraldas, formando un abigarrado espectáculo de destellos multicolor. A sus
espaldas, enmarcada por una liviana y sencilla moldura de madera, una
hiperrealista imagen del paraíso les pasaba desapercibida.
Ninguno se
percataba de ello pero, de vez en cuando, un nuevo visitante se incorporaba
tras el grupo que se agolpaba en aquella sala sin puertas.