martes, 20 de marzo de 2012

EL UMBRAL


    
         

            Ninguno de ellos recordaba cómo había llegado hasta aquella sala, ni cuánto tiempo llevaba allí enclaustrado. Tampoco parecía importarles, obnubilados como estaban con uno de los dos cuadros que, en paredes opuestas, componían la única decoración de la estancia. La atracción hipnótica que ese objeto ejercía sobre ellos no era provocada por su lienzo, una insignificante pintura a base de pinceladas grises, lo que les mantenía verdaderamente deslumbrados era el desproporcionado y lujoso marco que rodeaba a tan vulgar obra. Diamantes y zafiros, engastados en delicadas figuras de nácar, parecían disputarse el espacio con caprichosas volutas de oro a las que se engarzaban rubíes y esmeraldas, formando un abigarrado espectáculo de destellos multicolor. A sus espaldas, enmarcada por una liviana y sencilla moldura de madera, una hiperrealista imagen del paraíso les pasaba desapercibida.

            Ninguno se percataba de ello pero, de vez en cuando, un nuevo visitante se incorporaba tras el grupo que se agolpaba en aquella sala sin puertas. 


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